Amal y El Cadáver Exquisito – Primera Parte


En aquel tiempo, fueron a ver a Jesús algunos de los saduceos, los cuales afirman que los muertos no resucitan, y le dijeron: "Maestro, Moisés nos dejó escrito que si un hombre muere dejando a su viuda sin hijos, que la tome por mujer el hermano del que murió para darle descendencia a su hermano. Había una vez siete hermanos, el primero de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo se casó con la viuda y murió también, sin dejar hijos; lo mismo el tercero. Los siete se casaron con ella y ninguno de ellos dejó descendencia. Por último, después de todos, murió también la mujer. El día de la resurrección, cuando resuciten de entre los muertos, ¿de cuál de los siete será mujer? Porque fue mujer de los siete".

Jesús les contestó: "Están en un error, porque no entienden las Escrituras ni el poder de Dios. Pues cuando resuciten de entre los muertos, ni los hombres tendrán mujer ni las mujeres marido, sino que serán como los ángeles del cielo. Y en cuanto al hecho de que los muertos resucitan, ¿acaso no han leído en el libro de Moisés aquel pasaje de la zarza, en que Dios le dijo: "Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob?" Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Están, pues, muy equivocados".


Lectura del Santo Evangelio según san Marcos 12, 18-27



Amal era una linda niña de 13 años, quien sobresalía entre los feligreses por el pulcro vestido blanco con el que cotidianamente asistía a la iglesia, pero sobre todo por sus grandes ojos negros, siempre atentos a todo y a todos, y debido también a su sonrisa franca y amplia. Ese día había visitado la iglesia con la firme convicción de platicar con “Diosito”, para así pedirle que mejorase la salud de su hermanita enferma; tenía además varios encargos por parte de su madre. Sin embargo, luego de haber escuchado la lectura del Evangelio se sintió terriblemente confundida.

Se levantó de la banca de madera y comenzó a andar hacia las grandes puertas del templo, totalmente absorta en sus pensamientos. Aún desde afuera de la iglesia podía escucharse el tono metálico que el micrófono infundía a la voz del Padre Juan, pero en la cabeza de Amal, las palabras del viejecillo bonachón no eran más que balbuceos ya.

En el camino a casa, la pequeña no podía dejar de plantearse ciertas interrogantes; la que más le inquietaba tenía que ver con que, de acuerdo al evangelio escuchado, “Dios no es Dios de muertos”, pues eso querría decir que a Nicandro no lo cuidaba nadie allá arriba. No menos molesto le resultaba pensar que, si Nicandro tenía hermanos podría también convertirse en esposa de ellos… ¿Y qué tal si ella no quería?

De pronto, Amal paró en seco su pausado caminar. No le gustaba andar por la calle al mediodía, y no por el calor, sino porque a esa hora su cuerpo no proyectaba más que una ínfima sombra. Hizo recuento de hechos y recordó que sí, que antes de haber iniciado la misa le había dejado una veladora encendida a la Virgencita, y también que, justo bajo el Cristo ensangrentado, había colgado en el marco de terciopelo rojo la figura de una piernita dorada con un moño rosa, acompañados de la foto de su hermanita. Los encargos que le había hecho su madre habían sido cumplidos; ahora le tocaba a Diosito curar la herida de esa bebé con siete días de nacida y aún sin nombre. Algo maligno dentro de su piernita derecha había germinado, explotando en una llaga supurante. ¿Algo que la había picado, tal vez? Los doctores habían mandado varias inyecciones y múltiples jarabes para la pequeña; sin embargo, nada de eso parecía estar funcionando. Ni la fiebre ni la herida cedían, y tampoco quería prenderse del pecho de su madre para comer.

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