Amal y El Cadáver Exquisito – Segunda Parte

 
-Mamá, ¿verdad que me puedo casar con Nicandro?

La madre, sin espantarse ya como antes al escuchar nombrar a Nicandro en labios de su hija, no pudo evitar turbarse por la pregunta. Sabía que, desde recién nacida, su hija tenía comunicación con los que han dejado esta vida terrenal, pero de eso a matrimoniarse con un “morido”, había un largo trecho.

-¡Por supuesto que no, escuincla taruga! Los muertos no se casan con los vivos-, contestó Doña Leonora- y dile al Nicandro ese que se acabe de morir de una vez y que no te esté molestando.

Hace algunos años, Nicandro había sido un curandero famoso. A él acudían familias enteras venidas de los pueblos más lejanos para aliviar sus dolencias. Nicandro ocupaba sólo los elementos que la naturaleza y la tradición le brindaban para sanar a la gente, y parte de su fama radicaba en que no poseía riqueza alguna. Quienes llegaban a verlo le traían costales de papas, zanahorias, algo de frijol, maíz, una gallina, un pollo, un puerco, o algún guisado, dependiendo de cómo valuaba cada quien su enfermedad o de lo que cada quien podía dar. Nicandro ayudaba con gusto a todos los que podía, aunque a veces tenía largas filas que lo hacían laborar hasta la medianoche. Muchos de sus enfermos se iban con los animales, granos o verduras que habían traído otros como pago, sobre todo si tal o cual elemento era necesario para la dieta que debería seguir el enfermo.

Dicen que cierto día, la esposa encinta del gobernador cayó muy enferma. Fue atendida por los mejores médicos del estado e inclusive estuvo internada mucho tiempo en un caro hospital de la capital. Sin embargo, nada se había podido hacer para aliviar sus dolencias, aunque de acuerdo a los exámenes de sangre, rayos X, ultrasonidos, resonancias magnéticas, tomografías y demás, nada tenía la señora.

Según lo que se cuenta, una noche llegaron hasta la choza de Nicandro cerca de diez camionetas. De ellas bajó todo un ejército, cuyo jefe pateó fuertemente la endeble puerta de madera. Nicandro abrió la puerta y los invitó a entrar; fue cuando del vehículo más lujoso bajó el señor gobernador y detrás de él, un fuerte hombre que a continuación cargó con toda delicadeza a la esposa del jefe.

Sin formalidades protocolarias ni cortesía alguna, llevaron a la señora hasta el interior de la choza y la acomodaron en la humilde cama del propietario. Nicandro, quien sabía a lo que venían, les dijo en un tono firme pero suave: “Déjenme con ella”.

El curandero miró a la enferma con una compasión infinita. La tomó de la mano y sin más preámbulos le dijo tiernamente al oído: “Tienes poder y dinero, pero no puedes librarte de su llamado, hermanita. Sabes tan bien como yo que tu hora de despertar llegó hace tiempo, ¡entrégate sin miedo!”.

En ese momento ella recordó todo; dejó de sentirse enferma y pesada, dejó de ser “la señora de”, “la hermana de”, “la madre que pudo ser”. Abrió los ojos como nunca antes, como dos bocas que quieren hartarse de esa luz tan inmensa y cálida que en un instante la envolvió sólo a ella. Inhaló todo lo que pudo, llevándose así el olor montuno de Nicandro, el aroma de unos ricos frijoles que horas atrás habían estado en el fogón, el incienso y el copal que aún se consumían y, por supuesto, el olor del campo. Se sintió más cerca que nunca de la tierra, del aire, de la nube cargada de agua que se acercaba a toda velocidad por encima de los cerros. Su energía y la del pequeño ser en su vientre se fundieron en una sola, alejándose para siempre de esos cuerpos que ya no eran suyos.

Después de eso no se volvió a saber de Nicandro. Su casa fue quemada y su cuerpo nunca fue encontrado. Nada dijeron los periódicos con respecto al curandero, y de acuerdo a lo que se publicó, la señora falleció en el mejor hospital del país.



-Pero él me quiere mucho y yo a él- replicó Amal a su madre.

-Esos matrimonios no son de Dios, no digas tonterías… ¿Le rezastes dos rosarios a la virgen como te pedí? ¿Colgastes el milagrito con la foto de la bebé para Diosito y hablastes con el padre Juan?

- Sí, sí y no. Lo último se me olvidó, pero había misa y el Padre Juan estaba bien ocupado. Oye mamá, ¡pero los muertos también quieren a Diosito y hacen oración, yo los he escuchado!

La madre no contestó. Apagó la estufa y, con sus manos de alabastro, tomó las orejas de la cazuela con el agua y las hierbas hirviendo, para llevárselas a toda prisa a su habitación, en donde otra de sus hijas, Juana, cuidaba a la más pequeña, quien estaba a punto de ser bañada. En ese momento Doña Leonora no podía darse el lujo de distraerse con otros problemas.

-¡Vete con tu abuelito por el Padre Juan! Tenemos que bautizar ya a tu hermanita.

Amal salió corriendo al patio para encontrarse con el viejo, quien, como era su costumbre pasadas las cuatro de la tarde, verificaba las tripas de plástico y metal de su desvencijada camioneta.

1 comentario:

  1. Yo también quiero hablar con los muertos... pero no quiero casarme con ninguno :P

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Anda, di lo que piensas. Para algo han de servir estas redes...